Por: Adolfo Zableh Durán
Caminar por los pasillos de Unicentro es caminar por los pasillos de la memoria porque ellos no se miran con los ojos funcionales que te van diciendo “dobla a la izquierda”, “para aquí”, “ahora sigue”, sino con los de la nostalgia, que más que guiarte son una máquina del tiempo que te lleva al pasado. En aquel centro comercial de Bogotá pasé seis años de mi vida, los buenos años de la adolescencia, y este era como mi segundo hogar. El primero, el que habitaba con mis padres, mi abuela y mi hermana, quedaba apenas a tres cuadras.
En Unicentro hacíamos mercado, comprábamos ropa, íbamos al cine, a comer a un restaurante, pero no solo eso. Para mí, específicamente, era donde me encontraba con amigos, perdía el tiempo a solas mirando sus vitrinas, asistía a la cita de todos los 31 de octubre para la famosa “quema de la bruja”, e incluso lo usaba para cortar camino si quería llegar más rápido a la carrera quince.
Es raro, porque por muy completo que sea, un centro comercial no deja de ser una mole impersonal que te sobrecoge con sus dimensiones y su concurrencia. Sin embargo, pese a tener que compartirlo con miles de personas todos los días, yo siempre sentí a Unicentro cercano, más bien como una acogedora tienda de barrio donde el dueño te saluda por tu nombre cada vez que te ve entrar, te pregunta “por qué tan perdido” y, al final, te encima la ñapa luego de que has pagado la cuenta.
Pero un día me mudé y nunca más volví a visitarlo, porque Bogotá es una ciudad que te obliga a casarte con un sector, lo que es cómodo, pero a costa de renunciar a muchos otros. ¿A cuenta de qué ir a la librería que queda a veinte cuadras si tienes una a cuatro? Y así con todo.
Un día, después de casarme con varios centros comerciales que me quedaban convenientemente a la mano, volví a Unicentro después de muchos años, y por un instante dudé de si estaba en el lugar correcto. Desde afuera la fachada era otra cosa, mucho más brillante y moderna, y a su gran parqueadero al aire libre y al nivel de la calle se le había sumado un edificio de estacionamientos techado y de varios pisos. Y no es que estuviera mal, solo que era distinto, y ya sabemos lo que nos cuesta a los humanos asimilar los cambios.
Una vez adentro, constaté que su conformación no había cambiado, y que los pasillos de mi adolescencia permanecían intactos. Y aunque los había recorrido innumerables veces en el pasado, dicha vez llegué a perderme buscando un simple almacén de zapatos. Pero fue una perdida feliz, porque en vez de ir directamente al local que estaba buscando, me dejé ir y terminé recorriendo todo el lugar, fijándome en qué marcas de mi pasado seguían vigentes y cuáles eran nuevas.
“Un día, después de casarme con varios centros comerciales que me quedaban convenientemente a la mano, volví a Unicentro después de muchos años, y por un instante dudé de si estaba en el lugar correcto.”
El Tennis seguía siendo Tennis, lo mismo que la Librería Nacional y almacenes de ropa como Aldo, Lucania y Carlos Nieto. Casi entro a almorzar por segunda vez aquel día cuando vi que Jeno´s Pizza seguía en el local esquinero de siempre, pero inmediatamente vi que aquellos nombres eran los menos y que el cambio, siempre tan necesario, era la regla en el lugar. El viejo Superley era ahora un Éxito, el Conavi donde abrí mi primera cuenta de ahorros se había convertido en un Itaú, el Wimpy en Diner y el Armi en Converse, mientras que de sitios como Uniplay y Uniclub no quedaba ni el rastro. Si me preguntaran hoy dónde quedaban uno y otro, me costaría un rato ubicarlos.
Luego caminé por un pasillo interior que solía usar para cortar camino y descubrí que estaba lleno de almacenes de colchones, una especie de ‘cluster’, que le llaman, y cuando salí de él, me encontré a los pocos metros con la entrada a lo que era la famosa bolera de Unicentro.
Los bolos son uno de esos planes que siempre han estado ahí, pero que han ido cambiando para ajustarse a los tiempos. Fundada en 1976 (lo sé porque lo dice a la entrada, no porque tenga una memoria excepcional) hoy se llama La Bolera desde 1976, un nombre genérico y a la vez único, distintivo, fiel a la corriente actual de que menos es más. Cuando yo iba se llamaba Bolicentro.
Pero el nombre no es lo único que ha cambiado. Bolicentro fue famoso, entre otras cosas, por ser de los primeros locales de bolos en usar máquinas para regresar las bolas al punto donde estaba la gente. Antes existía el ‘chinomático’, un joven que estaba al final de las pistas, semioculto detrás de los pines, yendo de pista en pista y regresándolas gracias a la magia de la fuerza de gravedad.
Ya los bolos se jugaban en los imperios egipcio y romano, luego en la Edad Media fueron populares en Alemania y Países Bajos, y hasta se dice que el rey británico Enrique VIII era muy aficionado al deporte. Saltando abruptamente en el tiempo y cruzando sobre el Océano Atlántico, pocos años antes de ser inaugurado Bolicentro había abierto sus puertas el Bolívar Bolo Club, en la Caracas con 24 de Bogotá, ayudando al auge de la práctica. Y fue tanto, que allí se llegó a realizar un mundial de bolos, así como torneos nacionales y maratones de 48 horas jugando ininterrumpidamente.
Profesionales a un lado, por aquel entonces el plan era más que todo diurno y familiar, así que lo más común era ver a los padres con sus hijos enseñándoles y luego invitándoles a comer hamburguesa o perro caliente, acompañado de una gaseosa o un helado para terminar. Luego llegaron los ochenta, esos niños se convirtieron en adolescentes y cuando iban a Bolicentro lo hacían ya por su cuenta, usando la bolera como punto de encuentro para socializar, y quizá seguir el plan después en otro lado.
A mí no me tocaron los ochenta, pero sí los noventa, y no recuerdo haber ido con mi familia, pero sí con amigos. De hecho, tengo en mi cabeza la sensación de que no fui lo suficiente y de que es un plan que siempre quería hacer pero que no siempre cumplía. Por eso, el Bolicentro ya persiste en mi memoria casi como un mito, una tierra prometida que no visité suficientes veces. Allí pasé varias tardes felices de sábado tratando de impresionar con mis habilidades a la joven que me gustaba, tarea en la que fracasaba porque los nervios me lo impedían. Frente a ella nunca hice moñona, aunque sí logré un par, pero en otras ciudades y otras pistas, lejos de los ojos de ella. Cuando de jugar bolos se trataba, lo mío solía ser la medianía: tumbar entre seis y siete pines, ocho máximo, y una que otra vez hacer media moñona, lo que me hacía sentir el rey del mundo.
“Por eso, el Bolicentro ya persiste en mi memoria casi como un mito, una tierra prometida que no visité suficientes veces”.
Así como a todo el centro comercial, a Bolicentro también le perdí la pista y cuando quise volver ya era La Bolera desde 1976. Las veinticuatro pistas seguían en el lugar de siempre, ocupando un espacio que bien envidiaría un gran almacén por departamentos, pero el sitio en sí era otro y el nombre no era lo único que había cambiado. A Bolicentro lo recuerdo oscuro, clásico, con luz tenue y acabados en madera que dominaban el paisaje; La Bolera desde 1976, en cambio, es multicolor y llena de luces, todo allí es una fiesta porque los bolos son ahora eso: no solo un lugar para practicar un deporte, sino para comer, oír música y tomar un trago en medio de un ambiente alegre y bullicioso.
En el Bolicentro de mis días había que estar mentalmente preparado para ponerse los zapatos especiales para bolos que tocaba alquilar. Si no estoy mal eran cafés también, como la decoración, con una raya blanca en la mitad y estaban llenos de talco. Sin embargo, ni todo el talco del mundo alcanzaba a disimular la pecueca de meses, años tal vez, que tenían acumulados, con todo respeto y cariño. Los de hoy son otra cosa, y aunque hayan sido usados por otras personas porque de eso se trata el concepto de alquilar algo, la calidad de los zapatos y el método de limpieza son infinitamente superiores a los de hace treinta años.
Y aunque se podría pensar que los bolos son un plan de fin de semana, especialmente en la tarde y durante la noche, lo cierto es que La Bolera de Unicentro funciona todos los días de la semana desde las nueve de la mañana hasta la medianoche o una de la madrugada. Ni idea quién tendrá tiempo y ganas de tumbar unos pines un martes a las diez de la mañana, por decir algo, pero el horario debe tener una razón de ser porque es raro ver el lugar vacío. Es cierto que durante los fines de semana es más congestionado, pero es usual entrar en cualquier momento y ver gente en las pistas, o simplemente en las mesas así no estén jugando.
Y esa es la gente que me llama la atención, porque es entendible que haya fanáticos que quieran jugar bolos sin importar el día y la hora, e incluso que prefieran hacerlo cuando menos clientes hay, pero aquellos que cogen La Bolera desde 1976 de parche son bien particulares. No es que esté prohibido, todo lo contrario; esa es la magia del lugar: tantos años de tradición y recuerdo, mezclados con la modernidad de hoy en día, hacen que el sitio siga convocando personas como si fuese la última novedad en la ciudad. Por eso es que a toda hora ve uno a esos personajes sentados mientras toman o comen algo. ¿Qué hacen allí? ¿De qué hablan? ¿Hacen negocios, o simplemente les gusta encontrarse allí con viejos amigos? Ni idea, pero así parezcan personajes secundarios, su constante presencia ayuda a que La Bolera desde 1976 siga vigente.
Aquella vez que volví a La Bolera desde 1976 fui con dos amigos y no jugué; de hecho, no juego bolos hace años. Fuimos con la idea de completar algunas líneas, pero en vez de eso hicimos las veces de esos personajes misteriosos que acabo de mencionar. Nos quedamos en una de las mesas posteriores y comimos hamburguesa y tomamos malteada como cuando éramos adolescentes. Luego, en vez de irnos por unas cervezas a algún bar, nos quedamos a tomarlas allí mismo.
A la salida, movidos por la cebada y los recuerdos, uno de mis amigos mencionó que el local por el que estábamos pasando solía ser la sede de Discos Bambuco, donde compramos más de un casete de rock en español, el género de moda por ese entonces. Como dije al comienzo, a Unicentro no se va únicamente de compras, también se asiste para reencontrarse con el pasado.
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