Por Astrid Harders / Relatto
“Es un encarte, pero toca”, le expliqué a Teresa mientras empacaba. “¿Y cómo te la vas a llevar?”, me preguntó. “No sé, pregúntale al celular, pero ponle el filtro para que detecte y bloqueé las respuestas hechas por IA (inteligencia artificial)”, le pedí. Teresa pasó la mano frente al holograma que proyecta la pantalla del celular y activó el micrófono. Luego dijo en voz alta: “¿Cómo se deben transportar las cenizas de alguien en un vuelo transatlántico?”.
Después de oscilar entre el cargo de conciencia, par de carcajadas y las respuestas del celular, opté por la tula de buceo que había comprado en Curacao. Era liviana, impermeable y sellaba los contenidos perfectamente. Claro, su color amarilo era bastante llamativo pero, a estas alturas, eso ya no me importaba. Además, dentro iba a ir la urna en forma de cilindro, sellada y biodegradable, que mi mamá había elegido. Las instrucciones decían que el cilindro se debía verter en un ángulo de 45 grados, luego se le debía romper un circulito pre-perforado y las cenizas empezarían a caer. Pensé en quién debía tener la patente de este artefacto, agarré la tula de buceo, y metí la urna.
Teresa pasó la mano frente al holograma que proyecta la pantalla del celular y activó el micrófono. Luego dijo en voz alta: “¿Cómo se deben transportar las cenizas de alguien en un vuelo transatlántico?”.
Sólo llevaba equipaje de mano, el plan era estar en Bogotá durante tres días. Me hospedaría en casa de mi tía. Como parte de la misión, mi mamá me había dejado una playlist. Según ella, era fundamental escucharla mientras estaba en Bogotá. Me cercioré de tenerla en el celular y partí a cumplirle su última voluntad.
Hace dos semanas que cremamos a mi mamá. Ella, desde siempre, así nunca me haya quedado claro si era en chiste, dijo que si se moría “prontico” por favor la cremáramos y luego la lleváramos a Bogotá. Una vez en Bogotá, y esto es típico mi mamá, decía “por favor repartan mis cenizas por la tarde, en un día que haga un sol sabanero bien bonito, en algún lugar con pasto y vista al centro”. Digo que es típico mi mamá porque daba muchas indicaciones, pero no decía nada concreto. Y cuando dejaba espacio para que uno improvisara, no le gustaba lo que uno había improvisado. Esta vez le iba a tener que gustar.
Miércoles, 5 de abril de 2044. Son las 11 de la mañana y estoy en plena carrera séptima con calle 127. Enciendo la playlist, salgo del edificio de mi tía y empiezo a caminar hacia el occidente. Suena “Berlin Nach Bogotá” de La Severa Matacera. Instrumental, siquiera. Qué rara era la música cuando todavía la hacían humanos.
La última vez que vine a Colombia con mi mamá fue en diciembre de 1997. No me acuerdo de mucho, yo estaba muy chiquita. Nunca volvimos. Entre las últimas ocho pandemias, la mudanza de mi papá, la vez que hackearon la matriz en la oficina y el terremoto de 2026, no hubo oportunidad. Pero a pesar de mis pocos recuerdos, es evidente que Bogotá parece otra. Ya nada es igual. Ya no hay bancas, el caño de la 127 ahora es un pasaje de microvidrio que conecta con un circuito que reemplazó a los buses y al Transmilenio en el que nunca llegamos a montar. Unicentro ya no solo ese gran centro comercial, en el corazón de la ciudad, al donde solíamos ir en familia porque lo tenía todo, ahora también es un sofisticado centro de entrenamiento para robots (diseñados casi para realizar casi cualquier actividad). La playlist continúa y, como si mi mamá estuviera mirándome por encima del hombro, suena “La fe perdida” de Aterciopelados. “Y la fe perdida, y la fe perdidaaaaa”. Empiezo a temer por mi misión.
Mi mamá me dejó una agenda digital llena de lugares bogotanos que le gustaban. El problema está en que los referentes vintage de mi mamá son sitios extintos. Ya no está la cafetería Salerno (originalmente fundada en 1974) en la séptima, el salón de onces/pastelería La Florida, la segunda versión del Club El Nogal, la gallera San Miguel, ni la entrada original del Hotel Tequendama. Tengo todos estos sitios archivados en la libreta digital, las direcciones de casas y almacenes en mails y mensajes de voz que mi mamá insistía en guardar… pero nada de esto queda ya en donde estaba, o ya no se llama como se llamaba, o ya no es lo que era, o ya fue reemplazado por algo que no sabría ni explicarle a mi mamá. Abro la tula de buceo, miro la urna biodegradable, suspiro y le digo: “Mamá, esta misión está difícil.”
Mientras trato de combatir mi pesimismo, puedo oír, como si aún estuviera viva, la voz de mi mamá diciendo: “En Bogotá todo sigue igual. Vas a ver. Allá hay cosas que nunca cambian”. En la agenda de mi mamá hay unícono para una sección de restaurantes y vida nocturna. Debajo de la frase, “Si te queda tiempo, vete a brindar por mi” hay una lista de sitios y anotaciones.
- Crab´s en Chapinero – “Separate Ways (Worlds Apart)” de Journey
- Abbot & Costello arribita de la Caracas – “No me hables de amor” de Kraken
- Chapin-Rock junto a la iglesia de Lourdes – “The Landscape is Changing” de Depeche Mode
La lista sigue y sigue. No sé si a lo que mi mamá aspiraba era que me fuera a cada uno de esos establecimientos a oír cada una de esas canciones. Ahí estaba, un caso clásico de sus indicaciones poco precisas. Los bares de la lista, uno a uno y, por supuesto, cerraron por siempre sus puertas años antes de que yo pisara Bogotá. Ya ni salir a rumbear es igual que antes.
Guardo la agenda y decido que es hora de comer algo. Le subo el volumen a la playlist y me animo a enfrentar el intimidante circuito de transporte. El tubo que lleva al portal sur-oriente se enciende y un asiento se me acerca. Lo ocupo y en los 2 minutos y 32 segundos que dura “La Calle” de la agrupación bogotana Danny Dodge (que, obviamente, ya no existe) estoy en La Macarena. El contraste con los monumentales trancones de finales de los años 90 no puede ser mayor. Mi mamá no lo podría creer.
Me bajo del circuito de transporte, tomo la carrera cuarta y hago un intento irrisorio por encontrar el restaurante Los Cauchos. En vez de un comedor acogedor y un plato de ajiaco, me encuentro con una valla interactiva que despacha comidas en sobres plateados. La playlist, enervantemente atinada, pone a sonar “Futuro” de Café Tacvba.
Unicentro ya no sólo es ese gran centro comercial, en el corazón de la ciudad, a donde solíamos ir en familia porque lo tenía todo, ahora también es un sofisticado centro de entrenamiento para robots (diseñados casi para realizar casi cualquier actividad).
En la agenda de mi mamá hay unícono para una sección de restaurantes y vida nocturna. Debajo de la frase, “Si te queda tiempo, vete a brindar por mi” hay una lista de sitios y anotaciones.
Me frustro. Siento soroche mezclado con jetlag. A pesar del cansancio percibo que alguien me observa. Por el rabillo del ojo veo un grupo de veinteañeros. Se me acercan. Entre sonrisas me preguntan si sé dónde escanear el código para el concierto de esta noche. No sé de qué me hablan. Siento que soy parte de un chiste interno que no me contaron. Trato de ser amable. Vibra el celular. Lo saco de mi bolsillo. Es un mensaje de Teresa. Su holograma me dice: “¿Cómo va la causa?”. Y luego me envía una canción: “La vida va” del Joe Arroyo. “Tan boba”, pienso. Los veinteañeros me dicen “sonreír se le vería más bonito” y finalmente se van.
Mi primer día de expedición bogotana ha sido un fracaso. Mi mamá me ha pedido una hazaña absurda. Siento rabia. Podría devolverme, decir que cumplí mi cometido y nadie sabría que no fue así. Sin embargo, sé que el cargo de conciencia me ganaría. “Mamá, esta ciudad no tiene nada que ver con lo que tú tenías en la cabeza. Ya ni sol hace, y no estoy viendo en dónde te voy a dejar”, le digo a nadie. Trato de calmarme, me reincorporo y estiro la mano para levantar la tula de buceo. No la alcanzo. Me volteo y no la veo. Doy vueltas y busco por todas partes. Me agacho y no la veo. Levanto la cabeza, veo el grupo de veinteañeros corriendo a lo lejos, y me percato: la tula amarilla va tambaleándose, de un lado al otro, colgada del hombro de uno de ellos, el que me dijo que debería sonreír. Me la han robado. Se han llevado a mi mamá. En Bogotá, hay cosas que sí siguen igual.