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Mi propio y particular futuro

El escritor Adolfo Zableh recrea su versión de la Bogotá de 2046, donde hay restaurantes con vista al espacio, chips incrustados en el brazo como los que alguna vez predijo Bill Gates, calles adaptadas como vías acuáticas para lanchas, pero metro por ningún lado.

Por Adolfo Zableh / Relatto

El futuro nunca suele ser como pensamos. Después de la Segunda Guerra Mundial se creía que a la vuelta de la esquina estaríamos viviendo en la luna y manejando carros voladores, pero hoy, cien años después, ni una cosa ni la otra, salvo en Volver al futuro. Porque el porvenir suele ser más terrenal de lo que pensamos y las innovaciones, que las hay, son graduales. El mundo no pasó del caballo al cohete de la noche a la mañana y, aunque hoy está mucho más acelerado que hace siglos, algunos adelantos que tanto anhelamos tardarán más de lo esperado en llegar, o quizá nunca se produzcan.  

Por eso hoy, pleno 2046, seguimos viviendo en muchos aspectos como lo hacían nuestros abuelos. La ropa, por ejemplo. A la fecha ya hay tejidos inteligentes que saben cambiar de talla para adaptarse al tamaño de nuestro cuerpo, pero no andamos por la vida en trajes plateados con cuello en V como decían las profecías. El blue jean, una prenda inventada casi dos siglos atrás, sigue siendo la preferida de muchos, así como la clásica camisa de algodón con botones.   

Pero avances hemos hecho, imposible negarlo, y en dos décadas la humanidad ha avanzado más que en los últimos cien años, al punto de que hoy somos diez mil millones de habitantes, cuatro veces más que un siglo atrás. Hemos alcanzado puntos altos, como ser capaces de descargar nuestros sueños y tenerlos almacenados como quien antes guardaba un archivo de Excel en el computador; la expectativa de vida está a punto de sobrepasar el siglo, cuando en el Imperio Romano era un milagro pasar de los treinta años, y el celular es cosa de otra época. Así como aquel curioso aparato jubiló las cámaras de fotos y de video, las calculadoras, los radios y los relojes porque era capaz de hacer todo eso y más, hoy podemos prescindir del teléfono inteligente y andamos con un chip implantado en el brazo (tal como lo predijo alguna vez Bill Gates) que es todo lo que necesitamos para llevar una vida dentro de la sociedad.  

Después de la Segunda Guerra Mundial se creía que a la vuelta de la esquina estaríamos viviendo en la luna y manejando carros voladores, pero hoy, cien años después, ni una cosa ni la otra, salvo en Volver al futuro.

Con él pagamos el taxi, abordamos un avión y nos identificamos; en él están almacenados no solo nuestra cédula, nuestro pasaporte y nuestra cuenta bancaria, sino hasta nuestra historia médica y nuestros contactos telefónicos, con quienes nos comunicamos con solo presionarlo con fuerza. No se lo han acabado de inventar y a veces al tropezarnos con algo  llamamos por equivocación a alguien, pero ya lo irán perfeccionando. Y aunque hay quien se opone a implantarlo, aquellos que viven en la vieja tecnología se han convertido en ciudadanos caducos, seres que se han ido quedando atrás y que forman una especie de tribu urbana de autoexcluidos. Para que tengan una idea, es como si en el año 2010 alguien se opusiera al e-mail para seguir comunicándose con cartas escritas a mano. Aunque es entendible que haya quien se resista a ese tipo de cambio; una cosa es aprovechar la tecnología para facilitarse la vida, y otra, entregarse ciegamente a ella, permitiendo que tenga casi control total sobre nosotros.  

Tal como predijo alguna vez Bill Gates, microchips han sido incrustados en el brazo de todas las personas y con ellos es posible resolver muchas tareas, como pagar la cuenta en el restaurante. / Ilustración: J.Restrepo / Relatto.

Hoy se ve poca gente en las calles porque el teletrabajo y la educación a distancia son religión diaria, mientras que las compras, desde una nueva nevera hasta una gaseosa, se hacen por internet. Con la superpoblación del planeta, la gente ha optado por quedarse en sus casas, que tampoco son las mismas en las que se criaron nuestros antepasados. Ya no hay con antejardín y patio, ni siquiera edificios de una sola torre y dos apartamentos por piso; hoy lo que más se consume son esos gigantes complejos residenciales que son una ciudad por sí mismos, lo que hace que abandonarlos no solo sea innecesario, sino imposible.  

En medio de laberintos interiores con jardines verticales, en aquellas altas construcciones, donde difícilmente entra el sol, hay no solo un sinfín de apartamentos, sino gimnasios, salas de reuniones, tiendas de comida y de ropa, centros médicos y veterinarias, muchas veterinarias porque ahora las familias se componen de uno o dos humanos y una mascota, que ya no es mascota, al menos no como la concebían nuestros padres, sino un humano más. Y quienes las tienen no son sus dueños sino sus cuidadores, porque por ley los animales ya no son una propiedad. Lo que casi no queda son salas de cine porque todo el mundo “maratonea” series y películas a su antojo en la privacidad de su unidad familiar, y todo lo que desea ver está almacenado en el mismo chip donde guardan sus documentos y su dinero.  

Salir entonces se ha vuelto un rito tan inusual como programado, y una excursión a la calle se cuadra con semanas de anticipación, meses incluso. Y como ya nadie quiere salir, los sitios se han tenido que reinventar para atraer personas. Así, los bares regalan un barril de cerveza a sus diez primeros clientes, la catedral de sal de Zipaquirá es ahora también casa embrujada y el gobierno instaló en plena Plaza de Bolívar una polémica pista de karts gratuita para que vuelvan los visitantes y alimenten así a las palomas, que se estaban muriendo de hambre.  

Y aunque hay quien se opone a implantarlo, aquellos que viven en la vieja tecnología se han convertido en ciudadanos caducos, seres que se han ido quedando atrás y que forman una especie de tribu urbana de autoexcluidos.

Pero uno de los planes preferidos sigue siendo salir a comer, porque por mucho que se hayan tecnificado los alimentos, que una persona viva un siglo y tenga que comer tres veces al día significa muchos desayunos, muchos almuerzos y muchas cenas, así que probar algo de lo que todavía ofrece el mercado gastronómico es importante para no caer en la rutina eterna de comer en casa. Por eso, en Bogotá se volvió común esperar meses para una reserva, por lo que se han abierto restaurantes de paso en los separadores de ciertas avenidas y así satisfacer la demanda de quienes solo quieren salir un par de horas de casa, llenarse el estómago y volver al hogar. Estos restaurantes están en la 116 y en la avenida 68, en plena Caracas conviviendo con las estaciones de Transmilenio y en la autopista sur.     

Esto ha hecho que los centros comerciales se vuelvan incluso más populares que antes porque son un punto medio: no hay que rogar por una mesa y tampoco se está en la mitad de la calle, comiendo junto a carros que, por fortuna, son eléctricos, así que poco smog producen. 

Las viejas plazoletas de comidas son hoy un festín andante que se adapta a todos los visitantes. No sólo hay sitios de comida rápida que ahora sí es rápida (cinco minutos máximo, no los quince de antaño), sino una serie de restaurantes de lujo que se siguen tomando su tiempo para preparar platos especiales. Así, quienes van por una clásica hamburguesa, o por uno de esos nuevos combos licuados que son furor entre los jóvenes, se juntan con aquellos que prefieren tomarse su tiempo para calmar el hambre. Igual, unos y otros utilizan los chips en el brazo para pagar, los benditos chips que se han convertido en nuestra realidad. Las tarjetas débito y crédito son cosa del pasado, y ni hablar del efectivo, que se convirtió en material de colección. Hoy los viejos billetes de cincuenta mil pesos son una rareza que alcanzan en el mercado hasta los diez millones de pesos, o lo que es lo mismo, quinientos dólares.   

Uno de los planes preferidos sigue siendo salir a comer, porque por mucho que se hayan tecnificado los alimentos, que una persona viva un siglo y tenga que comer tres veces al día significa muchos desayunos, muchos almuerzos y muchas cenas, así que probar algo de lo que todavía ofrece el mercado gastronómico es importante para no caer en la rutina eterna de comer en casa.

Y no es casualidad la importancia de los chips, se volvieron nuestro día a día porque son capaces hasta de analizar lo que comemos. La comida siempre ha sido comida y así lo será hasta el final de los tiempos, pero sí ha cambiado la forma en que la procesamos y la consumimos. Con la extinción de la mayoría de las abejas logramos sacar un as bajo la manga y crear insectos robóticos que cumplen la misma función de polinización de cultivos. Luego está la capacidad de crear comida en laboratorio, aislando así lo que es dañino para el cuerpo. Poco duró la moda de marcar los empaques de los alimentos que contenían grasas saturadas o exceso de azúcares, y ahora directamente hay científicos suprimiendo esos y otros componentes para que la comida tenga el mismo sabor, pero sea mucho menos dañina. 

Así, si lo que comemos tiene algo que puede hacer daño, el chip emite una señal que puede ser un pito, una luz o una vibración (como los viejos celulares), es decisión de cada uno si lo come o no. Hay quienes no toleran un solo ingrediente dañino en su cuerpo y con eso tienen casi garantizado llegar mínimo hasta los noventa, mientras que otros prefieren vivir peligrosamente y consumen de vez en cuando colorantes artificiales y sus nitritos sin miedo.  

Pitos que suenan por todos lados, antebrazos que emiten luces como si fueran los de una luciérnaga, la gran plaza de comida AstroFood parece a ratos un parque de diversiones. Y más si se tiene en cuenta que está ubicada en el nuevo octavo piso del centro comercial Unicentro (un centro comercial más, pero único, que ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos y hace parte de la memoria colectiva de la capital), que cuenta con vista directa al cielo y a los tres nuevos planetas de la galaxia que se han descubierto (ninguno habitado, que se sepa). Además, quienes no son fanáticos de la astronomía, o de las alturas, tienen la opción de ir a una de las zonas verdes comunales del centro comercial, todo un tesoro si se tiene en cuenta que lo natural en medio de la gran urbe es un lujo, o zambullirse en la piscina con olas al aire libre, algo impensado décadas atrás pero posible ahora gracias al calentamiento global. Lo de gracias es un decir, porque los cambios han sido tantos que nada está en su lugar y las estaciones no son lo que solían ser, otra razón para que la gente prefiera quedarse en casa antes que estar en las calles, que, por cierto, también han cambiado.

Así luce la nueva calle 127 de Bogotá, con su carril acuático. /Ilustraciones: J.Restrepo / Relatto.

La calle 127, por ejemplo, cuenta con un canal central de vía para lanchas. Y no solo por un tema recreacional, sino por practicidad también: cualquier recurso que aligere los trancones es bienvenido. Así como los seres de otras épocas soñaron con carros voladores que aún no se materializan, los bogotanos siguen esperando, en plena mitad del siglo XXI, que la primera línea del metro se termine de construir. Por eso, en esta ciudad de catorce millones de habitantes ya no alcanzan las avenidas de cuatro y hasta seis calzadas, tampoco el Transmilenio ni los mototaxis, y ahora son furor las recién inauguradas autopistas de dos pisos, parecidas a las que usa Japón desde hace más de cincuenta años, pero adaptadas a la realidad y el folclor colombiano, por supuesto. En ellas se pueden comprar a vendedores ambulantes todo tipo de mercancías, desde gaseosa bien fría hasta recargas para los chips del brazo. Hay cosas que ni con una pila de milenios encima cambian.