Por Nicolás Rocha Cortés
Cuando le pidieron a F. escribir una obra de teatro sobre el pasado, no supo bien por dónde empezar. Había leído una que otra cosa sobre el ser humano de los griegos, ese mismo que acabó al comienzo del siglo XXI, pero más allá de fechas y números, no sabía mucho sobre sus afanes, costumbres y maneras de habitar el mundo.
Sabía, por ejemplo, que todo ese siglo fue una época de desarrollo tecnológico, pero que un gran porcentaje de la población mundial apenas y sabía usar un teléfono celular. El dominio de la tecnología era un tema aburrido y manoseado hasta el hartazgo, no le interesaba que su obra fuera una lectura mediocre de la humanidad. F. quería explorar algo más profundo, surcar los adentros de aquella sociedad desconocida, pero no sabía mayor cosa sobre ella.
Era la primera vez que recibía un encargo de tal magnitud. Desde que asumió la dirección del Instituto de Teatro de la ciudad, se había limitado a recrear varios monólogos y, sobre todo, adaptaciones de obras que variaban poco o nada de las originales: Shakespeare, Lorca, Lidell. Fueron diez años entre tragedias griegas y obras a las que no prestaba atención, hasta que recibió el llamado para hacer algo diferente.
Pasó las siguientes tres semanas caminando a ver si se le ocurría algo, costumbre que había aprendido de su padre. Les preguntó a amigos y conocidos, vio todas las películas que se repetían en bucle en los servicios de streaming, pero nada le resultaba interesante. Tenía un año para la encomienda, por lo que el tiempo no le preocupaba en lo más mínimo.
Todas las mañanas recorría las calles alargadas y angostas de su barrio hasta que llegaba a Unicentro. Se tomaba un café, descansaba en alguna sala de rehidratación y consultaba al asistente de entretenimiento en busca de inspiración para su ópera prima.
Volvía a casa sudado, con el aliento agitado y el corazón latiendo con suficiente fuerza como para que la camisa saltara un poco. Se metía a la ducha y lloraba por su falta de creatividad. Su único consuelo eran los desayunos que preparaba el asistente de cocina en tiempo récord y que siempre tenían las yemas a punto. Le encantaba la precisión y cremosidad reveladas una vez el tenedor rompía la fina tela que separaba ambos mundos.
Todas las mañanas recorría las calles alargadas y angostas de su barrio hasta que llegaba a Unicentro. Se tomaba un café, descansaba en alguna sala de rehidratación y consultaba al asistente de entretenimiento en busca de inspiración para su ópera prima.
Una mañana sin mayor novedad, F. regresó de su caminata. Repitió la rutina. Se metió a duchar, eligió la música de fondo y mientras las pequeñas máquinas desinfectaban su cuerpo un centímetro a la vez, sintió un impulso por hacerlo él mismo. Hacía años que no sentía su piel con tal detalle. Canceló al asistente de aseo y comenzó a tallar gentilmente los brazos, luego el torso, las nalgas y finalmente las piernas.
Mientras recorría la topografía de su cuerpo liso, suave, sin grietas o rastro de cicatriz alguna, se le ocurrió la idea perfecta: iba a escribir sobre la mayor diferencia física que tenía respecto a sus antepasados; aquel punto medio que caracterizaba la anatomía del ser humano antes de que se popularizara el modelado genético y la cicatrización láser, el ombligo. Salió de la ducha todavía enjabonado y comenzó a dictar ideas al asistente de oficina.
A la mañana siguiente corrió a Unicentro y buscó al primer asistente de entretenimiento que encontró, descargó los datos acerca del ombligo y repasó la historia de cómo hasta finales del siglo XXI, a los seres humanos se les cortaba el cordón umbilical y producto de la herida quedaba una cicatriz que variaba su geometría según el cuerpo.
Algunas personas quedaban con un botón salido, otras con un hueco impenetrable y las más afortunadas tenían una suerte de hendidura sutil, casi circular. Le fascinaba la idea de tener un punto en la mitad. Un centro. La muestra de que los seres humanos del pasado atravesaban el dolor incluso antes de ver el mundo por primera vez.
Lo interesante de los ombligos es que no había dos iguales. Quería explorar su geometría y la relación de los seres humanos con ese rincón del cuerpo. Repasó los datos mientras tomaba café y aprendió que en el siglo VI, cuando a los monjes ermitaños y anacoretas cristianos, conocidos como Padres del Desierto, se los tragaban las dunas de La Tebaida, encontraban en sus ombligos el refugio perfecto para buscar a Dios en medio de soledad, quietud y silencio. A esta práctica la llamaron hesicasmo y consistía en meditar concentrando la mirada en ese punto de su anatomía.
A medida que veía millones y millones de horas de información comprimida, encontró datos fascinantes sobre cómo, durante el periodo conocido como la Edad Media, se envolvía a los recién nacidos en una cobija con una bola de plomo sobre la cicatriz del cordón umbilical. De esta manera, según los informes disponibles, los ombligos quedaban lindos y profundos.
En el siglo XXI muchas de esas tradiciones pasaron al olvido, pero hubo una que se mantuvo durante muchos años y que llamó su atención. Se trataba de enterrar el restante del cordón umbilical debajo de un árbol y conectar al bebé con la tierra en la que nació. F. estaba maravillado con la historia y decidió que su obra de teatro trataría sobre el último ser humano de los griegos, la búsqueda del árbol en el que descansaba parte de su anatomía y su conexión con la tierra.
Lo interesante de los ombligos es que no había dos iguales. Quería explorar su geometría y la relación de los seres humanos con ese rincón del cuerpo.
Trabajó durante meses y se obsesionó con el tema un día a la vez. Cada mañana pedía nueva información al asistente de entretenimiento del centro comercial y pasaba horas caminando por los pasillos en busca de inspiración. Se sentaba en las salas de cine personal y elegía comedias románticas en las que varias parejas se hurgaban los ombligos con la lengua, los besaban, bebían licor de sus profundidades y se susurraban secretos a través del canal.
Poco a poco comenzó a envidiar la imperfección de sus cuerpos y la manera en la que se relacionaban con las cicatrices. Volvía a casa, se metía a la ducha y buscaba alguna grieta a lo largo y ancho de su piel, pero los dedos nunca se detenían, pues la uniformidad de su cuerpo era infinita. La idea de no tener un punto céntrico le resultaba cada vez más grotesca.
Cada mañana iba a Unicentro y reía durante horas con la escena de Roberto Benigni hablando sobre el ombligo italiano de pura raza en La vida es bella. A medida que se acercaba la fecha de entrega, F. deseaba con más ganas tener uno propio. Buscó procedimientos estéticos, pero los asistentes de imagen no eran capaces de procesar la solicitud. La automutilación era considerada una afrenta a la perfección del cuerpo humano lograda durante siglos de estudio y trabajo. Nadie en todo el planeta le ayudaría en su cometido.
Sin embargo, F. no se iba a rendir. Dibujaba un punto con un marcador negro y fingía que ahí estaba su centro. Lo hizo durante semanas hasta que un día decidió que, si nadie lo iba a ayudar, él mismo haría su ombligo. Era fácil: debía hundir un cuchillo y tomar un pedazo de piel, hacer un nudo y dejar que cicatrizara lejos de los asistentes de salud. Dibujó el procedimiento en una libreta, compró los materiales necesarios y se dispuso a comenzar.
Primero midió su estómago para que quedara justo en el centro.
Luego cortó la piel sin asco alguno. Sentía mucho dolor y había decidido no usar anestesia para recrear la experiencia completa. Si un recién nacido aguantaba, por qué él no habría de hacerlo.
Agarró las dos puntas con un par de pinzas e hizo un nudo como pudo. La piel se le resbalaba por la sangre, pero ya no había vuelta atrás. Apretó los dientes lo más que pudo y, aguantando la respiración, logró cerrar la herida.
Consideró utilizar la bola de plomo, pero desistió cuando vio que las reservas del material se habían agotado cien años atrás, por lo que únicamente se puso una canica de acero inoxidable y envolvió el abdomen con una manta.
Un par de días después, F. se paró frente al espejo y dejó caer la tela, el resultado de su obra maestra se reveló en el reflejo. Era hermoso. Como ningún otro que hubiese visto hasta el momento en sus búsquedas de información. En su interior no había nada más que el vacío. Era casi como si el interior de F. fuera un agujero negro que se tragaba todo a su paso. Un túnel hacia algo desconocido.
Lo hurgó con cuidado y sonrió, por fin lo había logrado. Finalmente estaba incompleto.