Por: Nicolás Rocha Cortés / Relatto
Es mediodía de un fin de semana cualquiera y la sensación de que no cabe un alma en los pasillos de Unicentro Bogotá se incrementa con la hora. Sin embargo, y a pesar de las hileras de apariencia eterna en las que se intercalan niños, coches, algunas mascotas, parejas que recién comienzan y esbozan sonrisas tímidas cada vez que sus dedos se rozan y otras que caminan entrelazadas con la mano en el bolsillo trasero del otro, el ritmo se mantiene. Unos se detienen frente a los locales, vitrineando pacientemente, mientras otros buscan apurados el baño más cercano. Algunos recorren cada piso de sur a norte y hay quienes los transitan sin orden aparente. Siempre en movimiento. Hay grupos de seis o siete que incluyen a tíos, primos y a la abuela, así como solitarios y familias con el perro como núcleo. Los niños se emocionan, corretean entre la gente y llaman a sus papás a los gritos en cuanto ven exhibido algún juguete que los hipnotiza.
Entre el bullicio, las conversaciones se pisan unas a otras y se empiezan a esbozar preguntas acordes a la hora ¿Qué quiere almorzar, mamita? Ya va haciendo como hambre, ¿no? Vamos yendo para coger mesa. ¿Todos quieren pasta o mejor plazoleta y cada uno escoge? La oferta está diseñada para satisfacer todos los paladares existentes. Desde la alegría de un combo infantil con papas fritas y figura de acción al desenlace, hasta platos más elaborados, como los camarones con curry tailandés y ensalada de mango con albahaca sobre arroz al wok de un restaurante de comida del sudeste asiático; una mezcla de sabores y texturas que se superponen para elevar un almuerzo de domingo en centro comercial a una categoría completamente diferente.
Sin embargo, este amplio abanico culinario se ha ido engrosando año tras año. Es sencillo olvidar, por la naturaleza misma del tiempo, qué tan diferentes eran esos espacios que hoy resultan tan cotidianos como las esquinas de la casa. Unicentro, por ejemplo, nació el 28 de abril de 1976 sobre un lote de 126.000 m2 que servían para el cultivo de cebada. No había cadenas de restaurantes, ni tampoco una oferta gastronómica que incluyera cada rincón de la geografía mundial. Los pasillos del centro comercial, así como las angostas calles de Santa Fe de Bogotá, apenas coqueteaban con la idea de crecimiento acorde a una “gran ciudad”. El desarrollo urbano integral era una idea novedosa; la congregación de vivienda, comercio, recreación, servicios y trabajo en la misma zona sugería que la capital del país avanzaba hacia la idea de ciudad moderna y cosmopolita mientras que los buses cebolleros se adelantaban unos a otros, el comercio informal proliferaba y gran parte de la sabana seguía siendo territorio llano, con altos pastizales y burros entre alambres.
El centro comercial Unicentro se convirtió en el primer ejemplo de cómo debía ser esa Bogotá que se soñaban urbanistas y locales. Ese rinconcito de la ciudad que lo tenía todo y que se volvió un punto de congregación para cientos de familias. Los comerciantes encontraron oportunidades de crecimiento y el entretenimiento se enfocó en esta “ciudadela comercial” que, para la época y según el archivo audiovisual disponible, era considerada como la más importante de Latinoamérica. Sin embargo, no fue sino hasta 1983 que llegó la primera franquicia de comida rápida a Colombia: Burger King. El gigante de las hamburguesas se instalaría en la ciudad con dos puntos; uno en Unicentro y otro en el Centro Internacional.
El centro comercial Unicentro se convirtió en ese rinconcito de la ciudad que lo tenía todo y que se volvió un punto de congregación para cientos de familias.
De esta manera, los bogotanos accedieron al primer bocado de gastronomía internacional de la mano de uno de los mayores clásicos de la historia: la Whopper King. Pan con semillas de ajonjolí, carne de res a la parrilla bien asada, tomate, lechuga, cebolla y pepinillos acompañados de mayonesa y salsa de tomate. Un platillo sencillo y simple, pero balanceado a la perfección en una receta que no ha sufrido mayor cambio en más de cuarenta años de historia. Un gran ejemplo de la comida rápida y gran representante de los valores de la oferta gastronómica norteamericana: velocidad y consistencia.
Contraria a la clásica hamburguesa de la corona dorada, Unicentro ha cambiado, y mucho, a través de los años. Decenas de restaurantes han pasado por los locales de comida del centro comercial. Algunos han permanecido durante décadas, como el McDonald’s que llegó en los noventa y en el que los adolescentes siguen confesando su amor entre mordiscos de papas fritas con sundae. El Crepes & Waffles, cuya fila en domingo tiene la misma extensión desde hace décadas y que en cualquier día de la madre se convierte en la primera opción para muchos. Otros, más recientes, como La Lucha Sanguchería, conquistan a curiosos con sabores peruanos.
Sin embargo, iniciativas modernas y pospandémicas, como el Bogotá Food Corner, en el que comida mexicana, tailandesa, japonesa, así como parrilla y postres, conviven en una zona exclusiva y nutren al centro comercial de una oferta culinaria descentralizada. Ya no solo se trata de ir a los mismos rincones o a la plazoleta, pues ahora se ofrecen alternativas regadas por todo el lugar. Los sabores, olores y experiencias no se tropiezan unas con otras; la distribución de cada uno de los diez restaurantes de esta “esquina” está pensada para asegurar independencia sensorial.
Bogotá ha cambiado y el paladar de quienes habitan esta ciudad también. El crecimiento, la apertura a nuevos mercados, culturas, sabores y tradiciones nutrieron la vida de aquellos niños y adolescentes que corrían por las calles de una Bogotá que pareciera olvidada en el tiempo. Los pasillos de Unicentro, los barrios que rodean al centro comercial y la vida que se erigió alrededor de este primer bastión de desarrollo urbano integral pueden parecer los mismos, a pesar de que sean profundamente diferentes. Porque eso pasa con los lugares eternos, no importa cuánto tiempo pase, siempre tienen ese sabor, una mezcla perfecta entre la tradición y la novedad. Solo basta con mirar a las familias que recorren sus locales en una tarde de un fin de semana cualquiera, cada una de ellas pertenece al pasado –y al futuro– de este lugar, el lugar que lo tiene todo. La esquina conocida, ese rinconcito propio al que volvemos cada vez que queremos recordar, soñar o simplemente comer.